Podemos perder muchas batallas, pero lo que hay que ganar es la guerra.

Darle la vuelta a tu vida como se le da a un calcetín no es tarea fácil. Cuando decidimos dejar de beber, aceptando y reconociendo que hemos enfermado, nuestra vida se ve condicionada a dar un giro radical.

Es, como si de algún modo, tuviéramos que resetearnos, poner el contador a cero y comenzar como una tabla rasa.

¿Por qué? Porque sabemos de sobra, sin necesidad de qué nadie nos lo confirme, que haciendo las cosas como las hemos hecho … no nos ha dado resultados.

Siempre se habla de cambiar ambientes y hábitos, pero esto en realidad es obvio. si queremos resultados diferentes, no pretendamos seguir haciendo lo mismo.

Yo iría un poco más lejos, todavía. El cambio debe ser muy interno, intrínseco. Lo que tenemos que cambiar, más que factores ambientales y comportamientos, es nuestra manera de pensar.

Nos hemos pasado media vida anestesiados, colocados y atontados por los efectos del alcohol. Todo nuestro aprendizaje ha sido empapado de él. Realmente nos encontramos en un punto, cuando nos ponemos en tratamiento, que vivimos con un desconocido. No nos conocemos para nada, no sabemos ni tenemos ni la menor idea de quién somos cuando alcanzamos la sobriedad y serenidad.

Este proceso de cambio para reafirmar nuestra auténtica personalidad, tantos y tantos años escondida o sumergida en una botella, no es nada sencillo.

Perderemos muchas batallas intentando comprender preguntas sin respuesta, buscando el perdón de aquell@s que ya no nos perdonarán o no entenderán nuestra enfermedad, nos desgastaremos en dar explicaciones a personas que no entienden lo que nos ha sucedido, tendremos que lidiar con una carga muy pesada que se llama «herencia alcohólica», pero al final, siguiendo un programa con disciplina, compromiso y perseverancia, … seguro que ganaremos la guerra. Esa guerra muy personal con nosotros mismos en la que debe vencer el «yo auténtico» al «yo alcohólico».

 

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