¿Por qué nos parece tan difícil dejar de beber?

Porque cuando contemplamos la posibilidad de hacerlo y queremos lograrlo, sólo el hecho de imaginar una vida sin alcohol … ya nos aterroriza.

Por norma, decidimos dejar de beber por condicionamiento o por la insostenibilidad de nuestra vida a causa del alcohol, no por conciencia de enfermedad.

Actuamos impulsivamente y con un fin inmediato: acabar ya con esa culpa, ese remordimiento, esa ansiedad y angustia que nos tortura lentamente y a la vez nos está matando.

Pero en ese momento, tras la milésima decepción a sí mismo y a los demás o simplemente después de unas con secuencias puntuales graves por haber bebido, nos asustamos y queremos solucionarlo todo en un instante.

Además, nuestra mente está intoxicada y no sólo de una borrachera sino probablemente de años, años, y años de consumo.

Magnificamos y exageramos. Vivimos en la desproporcionalidad. Al principio, buscamos desesperadamente una salida y escape a través de la abstinencia, pero al llevar un tiempo así el alcohol vuelve a llamar a nuestra puerta.

No es que no tengamos fuerza de voluntad o buena intención sino que la necesidad que crea esta enfermedad puede con esos y más propósitos.

Finalmente, tras tanto intento fallido nos entra la frustración y nos sumergimos en una especie de autoprofecía cumplida (no podré, no seré capaz, no lo lograré, ya lo he intentado muchas veces,…) y así, de este modo, volvemos al bucle y círculo vicioso de ahora lo dejo, ahora lo tomo.

Dejar de beber nos parece difícil porque cuando debemos hacerlo todavía estamos intoxicados y no somos conscientes de que supone una enfermedad. Una enfermedad muy grave a la que no le prestamos o le damos la suficiente importancia. Eso es lo que nos hace bajar la guardia.

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