No eres el alma de la fiesta, eres más bien el incordio.
Esa «pájara» y película mental que nos montamos que cuando vamos con cuatro copas y desinhibidos, pensando que somos muy divertidos y animados no es más que una fantasía creada por nuestro estado de intoxicación.
Una persona bebida, intoxicada, colocada, puesta hasta las cejas, que se tambalea y descordina en los movimientos, que habla con voz pastosa rozando el babeo y además se traba, repitiendo diez veces lo mismo, una persona que hace bromas fuera de lugar y sus comentarios son inoportunos, que resulta insultante y en ocasiones ofensivos, que se pone pesado, insistente, tozudo, que habla en voz alta y molesta a los demás sólo con su mera presencia por el lamentable estado en que va … jamás puede ser el alma de una fiesta.
Si algo puede ser, eso es el incordio y la incomodidad personificada.
Los efectos del alcohol son la falacia de nuestros sentidos.
Cuando nos pasa «algunas «veces, la vergüenza nos invade posteriormente pero lo superamos y muy probablemente, si no somos enfermos, rectificaremos y aprenderemos de la experiencia.
Sin embargo, si esto nos sucede reiteradamente por abuso y consumo prolongado, acabaremos por diseñar un mecanismo de defensa propio, transformando la realidad e interpretarla a nuestra manera. Acabaremos por convencernos y engañarnos, creyéndonos realmente que somos muy alegres y divertidos y que sin nuestra presencia, … la fiesta o la juerga será aburrida.
Puede que tengamos algunos episodios de remordimiento y vergüenza en los días posteriores, pero si hemos enfermado esa sensación ya no será tan potente y nuestra mente se adaptará y rediseñará para auto-convencernos que ante los comentarios de reproche, no somos nosotros los que tenemos el problema, sino los demás por ser unos sosos y mediocres.
Precisamente, en la realidad ocurre todo lo contrario: hay fiesta y diversión cuando nadie incomoda o molesta, y aunque haya consumido alcohol no se comporte de esta forma.
Esa idea, la de creernos el «alma de la fiesta», … ya podemos ir quitandonos la de la cabeza y comenzar a reconsiderar con honestidad hasta que punto afectamos, con nuestro comportamiento, a los demás.