Cada enfermo es diferente pero la enfermedad es la misma.

Todos los alcohólicos nos sentimos especiales, incomprendidos creyendo que nadie nos entiende y con esa falsa sensación de que si estuvieran dentro de nuestra cabeza, a ver cómo lo harían para dejar de beber cuando nosotros queremos pero no podemos.

De hecho digo falsa sensación porque es una percepción distorsionada por el abuso o los propios efectos del alcohol. Esa es la gran trampa de la enfermedad: agotar nuestras fuerzas y someternos haciendo del no podemos un credo.

La falta de autoestima, la inseguridad, los continuos fracasos vitales, los inútiles intentos y experimentos de lograrlo, … todo suma a qué pensemos de esta manera tan derrotada.

Es cierto que cada uno tiene sus problemas, sus factores biológícos, ambientales y sociales muy diferentes. Todos tenemos una causa que al final siempre resulta ser una excusa.

Por otra parte, también todos bebemos de una manera distinta (social, a escondidas, con frecuencias y cantidades diferentes, tipologías de consumo, etc.) pero al final, cuando enfermamos seguimos el mismo patrón de conducta y tenemos la enfermedad como el denominador común.

«No me entiendes o entendéis, no sabes lo que pasa por mi cabeza, si supierais cómo me siento, qué creéis,¿Qué no quiero dejar de beber?,…» Estas son algunos de los argumentos más comunes con los que nos defendemos y contraatacamos a los reproches y recriminaciones por nuestro comportamiento ante el consumo.

Al final, toda esa comprensión y resistencia a ponerse en tratamiento se resume en una cosa: ¡Miedo! Miedo a salir de nuestra zona de confort que nos proporciona el efecto de beber alcohol porque este se ha convertido en la gran pócima para evitar y no tener que afrontar la realidad.

No nos gustamos porque … no nos conocemos.¡ Deja de beber, pide ayuda, ponte en tratamiento, sal de este maldito y bastardo infierno en el que estás atrapado y verás como lenta pero eficazmente, esa percepción va desapareciendo para dar paso a la vida!